Lucrecia y Amapolo
Lucrecia y Amapolo paseaban por una amena pradera. Dijo Lucrecia:
-Tengo nostalgia de lo que no he vivido.
Amapolo la miró.
-Yo tengo nostalgia de lo que no me he atrevido a vivir -replicó.
El vivo color de las plantas que pronto florecerían, junto con el calor que emanaba del sol, prometían la llegada de la esperada primavera; pero blancos tocados todavía vestían la montaña, recordando que el frío aún no se había ido del todo.
-¿Tú también lo sientes? preguntó Lucrecia.
-No. Yo tengo nostalgia de lo que no me he atrevido a vivir -repitió Amapolo.
-Pues eso, Amapolo. ¡Es lo mismo!
-Que no mujer, no es lo mismo.
-¡Ya estás llevándome la contraria otra vez! ¿Qué diferencia hay con lo que yo acabo de decir?
-Pues muy sencillo, creo que esa nostalgia de la que tú hablas es inofensiva. Apuesto que a nuestra edad es algo así como un síntoma, ya sabes, el dolor de cadera, la artritis, o ese primer diente que se te cae y le echas la culpa al hueso de la aceituna, ¿recuerdas?, dejaste de comer aceitunas y eso no evitó que meses después tuvieras que comprar una dentadura-. Se miraron cómplices, entre risas.
-¿Un síntoma?, preguntó Lucrecia.
-Si, creo que hay una nostalgia que te avisa que se acerca el fin y en ese intento de aceptar que no se puede vivir todo en una sola vida, también aceptamos que algún día, no muy lejano, tocará partir. Es un proceso natural.
-Como llevar dentadura, ¿no?, Amapolo, ¡tienes unas cosas!
-Sí mujer, sí.
Amapolo hizo una breve pausa y mirando hacia el pico de la montaña, prosiguió.
-En cambio, esta despiadada nostalgia mía me pisa los talones a cada paso que doy. Me despierta por las noches, siento como si alguien entrara en mi casa sin timbrar y encendiera todas las luces y abriera las ventanas en noviembre y esparciera por el suelo migajas de todas las excusas que he invitado a ser mías.
Un inevitable suspiro obligó a Lucrecia a interrumpirlo y, encendiendo un cigarro, se preguntaba a sí misma si conseguiría comprender algún día las palabras de su compañero.
-¿Te acuerdas cuando Manolo, el de la frutería, nos invitaba todos los veranos a su casa de Valencia?- continuó Amapolo. -Yo le decía ¡yo soy marinero de tierra! o cuando Álvaro se mudó a A Coruña y nos regaló un fin de semana en la costa. No sé qué excusa inventé, lo que si recuerdo perfectamente es la decepción en su rostro cuando me respondió: "papá, no hace falta que entres al agua, no tendrás que nadar...suele hacer viento, eso te refrescará". No he podido admitir que nunca me atreví a aprender a nadar, Lucrecia, ¡nunca aprendí a nadar! Conozco el mar pero, ¿de qué sirve? ¡He sido un cobarde!-
-¿Cómo que de qué sirve? tanta gente que no conoce el mar y tú...
-...Lucrecia, ¿de qué serviría conocerte sin saber quién eres?- interrumpió Amapolo.
-¡Ay Amapolo, no exageres por favor!
-¡No lo entiendes! Hay tanto que por cobarde no viví, que hoy siento que todo lo que soy es aquello que no fui.
Un largo silencio los acompañó en sus siguientes pasos. Al terminar su cigarro Lucrecia se detuvo. Miró fijamente a su compañero y, sonriendo, respondió:
-Amor mío, ¿Qué te parece si empezamos por flotar?
Loredana Cacucciolo
Fotografía de la película Elsa y Fred.
Este relato nace de una tierna propuesta de mi profesor en el taller de escritura. ¡Gracias Tomás!
Comentarios
Publicar un comentario